Lolita (fragmento)
Wednesday, December 7, 2005
He dejado la puerta abierta durante varios días, mientras escribía en mi cuarto, pero sólo hoy ha caído en la trampa.
Entre idas y venidas, pataditas y bromas adicionales (que ocultaban su turbación al visitarme sin haber sido llamada), Lo entró y después de rondar a mi alrededor se interesó por los laberintos de pesadilla que mi pluma trazaba sobre una hoja de papel.
Ah, no: no eran los resultados del inspirado descanso de un calígrafo, entre dos párrafos; eran los horrendos jeroglíficos (que ella no podía descifrar) de mi fatal deseo.
Cuando Lo inclinó sus rizos castaños sobre el escritorio ante el cual estaba sentado, Humbert el Ronco la rodeó con su brazo, en una miserable imitación de fraternidad; y mientras examinaba, con cierta miopía, el papel que sostenía, mi inocente visitante fue sentándose lentamente sobre mi rodilla.
Su perfil adorable, sus labios entreabiertos, su pelo suave estaban a pocos centímetros de mi colmillo descubierto, y sentía la tibieza de sus piernas a través de la rudeza de sus ropas cotidianas.
De pronto, supe que podía besarla.
Supe que me dejaría hacerlo, y hasta que cerraría los ojos, como enseña Hollywood.
Una vainilla doble con chocolate caliente... apenas algo más insólito que eso.
No puedo explicar al lector –cuyas cejas, supongo habrán viajado ya hasta lo alto de su frente calva- cómo supe todo ello: quizá mi oído de mono había percibido inconscientemente algún leve cambio en el ritmo de su respiración –pues ahora Lo miraba de veras mi galimatías y esperaba con curiosidad y compostura (oh, mi límpida nínfula) que el atractivo huésped hiciera lo que rabiaba por hacer-.
Una niña moderna, una ávida lectora de revistas cinematográficas, una experta en primeros planos soñadores, no encontratá muy raro –me dije- que un amigo mayor, apuesto, de intensa virilidad... demasiado tarde.
La casa toda vibró súbitamente con la voluble voz de Louise, que contaba a la señora Haze, recién llegada de la calle, cómo ella y Leslie Thomson habían encontrado algo muerto en el sótano, y Lolita no iba a perderse semejante cuento.
Entre idas y venidas, pataditas y bromas adicionales (que ocultaban su turbación al visitarme sin haber sido llamada), Lo entró y después de rondar a mi alrededor se interesó por los laberintos de pesadilla que mi pluma trazaba sobre una hoja de papel.
Ah, no: no eran los resultados del inspirado descanso de un calígrafo, entre dos párrafos; eran los horrendos jeroglíficos (que ella no podía descifrar) de mi fatal deseo.
Cuando Lo inclinó sus rizos castaños sobre el escritorio ante el cual estaba sentado, Humbert el Ronco la rodeó con su brazo, en una miserable imitación de fraternidad; y mientras examinaba, con cierta miopía, el papel que sostenía, mi inocente visitante fue sentándose lentamente sobre mi rodilla.
Su perfil adorable, sus labios entreabiertos, su pelo suave estaban a pocos centímetros de mi colmillo descubierto, y sentía la tibieza de sus piernas a través de la rudeza de sus ropas cotidianas.
De pronto, supe que podía besarla.
Supe que me dejaría hacerlo, y hasta que cerraría los ojos, como enseña Hollywood.
Una vainilla doble con chocolate caliente... apenas algo más insólito que eso.
No puedo explicar al lector –cuyas cejas, supongo habrán viajado ya hasta lo alto de su frente calva- cómo supe todo ello: quizá mi oído de mono había percibido inconscientemente algún leve cambio en el ritmo de su respiración –pues ahora Lo miraba de veras mi galimatías y esperaba con curiosidad y compostura (oh, mi límpida nínfula) que el atractivo huésped hiciera lo que rabiaba por hacer-.
Una niña moderna, una ávida lectora de revistas cinematográficas, una experta en primeros planos soñadores, no encontratá muy raro –me dije- que un amigo mayor, apuesto, de intensa virilidad... demasiado tarde.
La casa toda vibró súbitamente con la voluble voz de Louise, que contaba a la señora Haze, recién llegada de la calle, cómo ella y Leslie Thomson habían encontrado algo muerto en el sótano, y Lolita no iba a perderse semejante cuento.