Primer Acto
Friday, December 16, 2005
Primer Acto
I
I
El ruido de los motores era intenso.
Ni molesto, ni agradable, no era cómodo, pero tampoco impedía que alguien en el tren pudiera quedarse dormido. No era precisamente el sonido de las aves en primavera, tampoco era las uñas de un gato hambriento (y vengativo) sobre el pizarrón de la clase 6.
Simplemente intenso. Cerrar los ojos no era algo que impidiera percibir el sonido. Eso mismo pensó Sid, y aunque la idea rondo en su pensamiento más de un par de veces, se abstuvo de intentarlo siquiera.
Por duodécima vez reviso la dirección escrita en el viejo y mojado -curiosamente manchado de sangre- pedazo de tela., que alguna vez perteneció a un caro y ostentoso suéter blanco de cuello de tortuga. La dirección era la misma que hace cinco minutos.
Los árboles y postes, carteles políticos, pequeñas casas que pintadas de los mismos carteles políticos eran como un solo letrero publicitario, anuncios de coca-cola, Telmex, o Corona no eran algo que motivara a mirarlos durante mucho tiempo.
De nuevo el intenso sonido del motor, de nuevo un desperfecto en las vías y de nuevo, el cuello de la señora regordeta sentada a su izquierda, caía otro centímetro.
Sid abrió su mochila –por quinceava vez- y las cosas que había en ella, parecían ahora ser menos y la vez parecían mas inútiles para la aventura. Eran aun así, las mismas cosas que hace catorce veces. El cuello de alguien descendió otro centímetro.
Esta vez, cedió a la tentación de gastar los últimos 10 minutos de batería del ahora no tan intimidante I-Pod.
« Shuflé »
Carmina Burana o fortuna: cinco minutos diez y nueve segundos. Aumento el volumen, y dejo que karl Orff impregnara algo de interés a los (mismos) árboles, postes y el aparentemente infinito cartel político que se extendía por la ventana.
Aparecieron campos de trigo, tan extensos, tan dorados, tan de trigo. Molinos de viento, mujeres corriendo con sus hijos, hermanos pequeños sujetos del brazo. Caras de angustia, de evidente terror. Dolor prematuro.
Doce hombres, con evidente cara de maldad, montados en sus caballos, corceles negros que reflejaban una furia y odio ciego. Prendían fuego a pequeñas casas medievales, la casa del herrero, del sastre, del músico.
Uno de ellos cayó herido de muerte, atravesado por un proyectil de plomo. Quedaban once.
Una Harley-Davidson negra, postrada sobre un par de llantas que solo por un instante permaneció en el mismo sitio. Un tipo rudo, botas militares, pantalones de mezclilla azulahoraverdes, chamarra negra de cuero, una arracada en la oreja izquierda, un pañuelo rojo circundando su frente, que permitía que el viento desarreglara –solo un poco- su rebelde cabello.
El silencio de cuatro balas seguidas hizo caer, a otro bandido y a su caballo.
La pantalla ahora mostraba Hey Boy Hey Girl – The Chemical brothers en el penúltimo segundo. Un silencio abarco su cabeza.
La batería se agoto.
Ni molesto, ni agradable, no era cómodo, pero tampoco impedía que alguien en el tren pudiera quedarse dormido. No era precisamente el sonido de las aves en primavera, tampoco era las uñas de un gato hambriento (y vengativo) sobre el pizarrón de la clase 6.
Simplemente intenso. Cerrar los ojos no era algo que impidiera percibir el sonido. Eso mismo pensó Sid, y aunque la idea rondo en su pensamiento más de un par de veces, se abstuvo de intentarlo siquiera.
Por duodécima vez reviso la dirección escrita en el viejo y mojado -curiosamente manchado de sangre- pedazo de tela., que alguna vez perteneció a un caro y ostentoso suéter blanco de cuello de tortuga. La dirección era la misma que hace cinco minutos.
Los árboles y postes, carteles políticos, pequeñas casas que pintadas de los mismos carteles políticos eran como un solo letrero publicitario, anuncios de coca-cola, Telmex, o Corona no eran algo que motivara a mirarlos durante mucho tiempo.
De nuevo el intenso sonido del motor, de nuevo un desperfecto en las vías y de nuevo, el cuello de la señora regordeta sentada a su izquierda, caía otro centímetro.
Sid abrió su mochila –por quinceava vez- y las cosas que había en ella, parecían ahora ser menos y la vez parecían mas inútiles para la aventura. Eran aun así, las mismas cosas que hace catorce veces. El cuello de alguien descendió otro centímetro.
Esta vez, cedió a la tentación de gastar los últimos 10 minutos de batería del ahora no tan intimidante I-Pod.
« Shuflé »
Carmina Burana o fortuna: cinco minutos diez y nueve segundos. Aumento el volumen, y dejo que karl Orff impregnara algo de interés a los (mismos) árboles, postes y el aparentemente infinito cartel político que se extendía por la ventana.
Aparecieron campos de trigo, tan extensos, tan dorados, tan de trigo. Molinos de viento, mujeres corriendo con sus hijos, hermanos pequeños sujetos del brazo. Caras de angustia, de evidente terror. Dolor prematuro.
Doce hombres, con evidente cara de maldad, montados en sus caballos, corceles negros que reflejaban una furia y odio ciego. Prendían fuego a pequeñas casas medievales, la casa del herrero, del sastre, del músico.
Uno de ellos cayó herido de muerte, atravesado por un proyectil de plomo. Quedaban once.
Una Harley-Davidson negra, postrada sobre un par de llantas que solo por un instante permaneció en el mismo sitio. Un tipo rudo, botas militares, pantalones de mezclilla azulahoraverdes, chamarra negra de cuero, una arracada en la oreja izquierda, un pañuelo rojo circundando su frente, que permitía que el viento desarreglara –solo un poco- su rebelde cabello.
El silencio de cuatro balas seguidas hizo caer, a otro bandido y a su caballo.
La pantalla ahora mostraba Hey Boy Hey Girl – The Chemical brothers en el penúltimo segundo. Un silencio abarco su cabeza.
La batería se agoto.
Continuara...