cap one (fragmento)

Sunday, August 16, 2009



un fragmento de mi novela ...


...Volaba apenas sobre una espesa nube gris o marrón o purpúrea y sentía deseos de ir mas alto; un crepúsculo se me extendía al frente desde el horizonte hasta convertirse en la noche a mis espaldas, azul y melancólica mientras los tonos del naranja cubrían mis manos y confundí el color de mi piel rojiza con sangre; espesa libertad, distantes formas, el enigma típico a cualquier trecho y dirección. Estaba a punto de elevarme otros diez kilómetros hacia el infinito de la nada cuando una mano inadvertida, suave pero pesada me golpeó fuertemente en el rostro. Y desperté, casi como quien nace, con dificultad para llenarme los pulmones, con ansias para frenar el ritmo y de repente. No era en aquel momento el cielo pintado de un gradiente laborioso sino una cama que no era siquiera la mía y por almohada el vientre moreno de una mujer ofrecía a mi cuello descanso y la sensación de su respiración profunda. Las cortinas, blancas y estrechas permitían que la luz del día iluminara la amplia habitación donde descansaban nuestros núbiles cuerpos, desnudos dentro de una extensa sabana color ocre y su penumbra. Una cadena montañosa que se extendía sobre el lecho después del apuro nocturno, huellas de lo infausto y de las caídas, efímero testamento; nuestros cadáveres, el de la mañana. Ella – su raido cuerpo expuesto- continuó con su quimera matinal, los ojos cerrados y después de abandonar el contacto de su bandullo con mi nuca se fue a arrinconar al extremo contrario del lecho y ahí permaneció inmóvil y supongo que soñando. Hallé mi ropa en el suelo justo al lado de la cama y revuelta con la suya. La aparté por que debía irme: no estábamos para que me quisiera, no disponía en ese momento de un corazón para enamorarme, y sin embargo su hermosura, intacta, me dejó una ingente pena, sucinta; desprendérmele, y olvidarla, no debía haber excepción. Y así fue.
Hacía un frio como de enero, y mi ropa era como de julio. Apenas mis dientes asomados a la temperatura temblaban. Tomé un taxi e indiqué la dirección del departamento donde vivía con mi madre y mi hermano. Mi madre era en algún viaje –no volvería en dos semanas- y solo había agua en la nevera, las llaves estaban dentro de una maceta enorme casi en la entrada, una docena de violetas hacían oropel al escondite. Todo lo había previsto y había sido anunciado para cuando yo llegara; a excepción de Leila, que poseía llaves y almuerzo para ambos. Telefoneó a mi madre, y mi madre supo desde el otro lado que no había llegado a dormir. La quise echar inmediatamente al gélido enero de la calle pero el desayuno al igual estaba frio. Entonces esperé, solo me faltaba estomago para ser grosero. Su boca se movía y parecía una plática a pesar de que yo no la escuchaba. Cuando lo notó se resigno a preparar nuestro desayuno en silencio. Yo no la amaba, era ella quien lo sabía más que nadie. Yo ya no se lo decía, y ella tampoco quería escucharlo de nuevo; estábamos para no aburrirnos, un acuerdo no verbal en el que nadie ganaba nada y nadie tampoco perdía, a ella le encantaba platicar con mi madre, pasear en su auto y pavonearse por la casa arreglándolo todo cuando sus amigas llegaban a jugar a los naipes y agitarse en la cocina preparando comidas de empalago como pasteles o flanes. A mí me gustaba su culo cuando hacía todo eso. Quizás por eso tuvimos la fortuna de aguantarnos tanto.
Pero esa mañana para acompañar su insulso desayuno de huevos con tocino un poco menos frio que el invierno abrió una botella de chateux que sobró en la navidad y que nadie pensaba abrir hasta final del año siguiente; ella se atrevió y sirvió nuestras copas. Bebió rápido, siguió sirviéndose y al contrario comió muy despacio y no me dirigió la palabra durante un rato largo y tranquilo hasta que soltó bruscamente un suspiro, escandaloso y visiblemente falso. Conocí a un hombre. Me lo dijo entonces y de a poquito como si su hipotética conciencia la hubiera resuelto a contármelo o como si no soportara mas la carga moral de ocultármelo; como no queriendo herirme con su franqueza. Me obligó el hambre a guardar mi respuesta; mi burla para después de terminar lo que en ese momento mi hambre me obligaba a llamar desayuno, pero mi indiferencia la enfureció; le atacó el cólera en el rostro y se le formaron mohines como de princesa, se le amargó la palabra, se le crisparon en lo alto de la cara las dos cejas y parecía el vivo retrato de la indignación. Aun creía que me importaba y esa inocencia suya me causó en verdad bastante pena. Le dije que podía irse en el momento que quisiera a los brazos de su hombre pero que la chequera y las tarjetas que guardaba en su bolsa esas si no deseaba que se marcharan, que las iba a extrañar más que a ella y continué con el almuerzo por que el hambre me venció. La pobre se fue llorando y casi indignada, pero ciertamente triste cuando tuvo que dejar las tarjetas sobre la mesa; era la comodidad contra el amor y lo triste fue que no se fue del todo convencida. Me alegró su iniciativa, porque no tendría oportunidad ya más de volver.
Yo nunca he sido un hombre concreto. He vivido comenzándolo todo y sin terminar un carajo, y la seguridad que la ambigüedad en la que existo me protege. Pero también me asfixia, me aparta de todo lo que aunque no sea precisamente mejor o más bonito, si me es disímil y hasta apasionante cuando encuentro ratos para desperdiciar en cavilaciones. De cualquier modo ya tenía el estomago y los bolsillos llenos –y tan temprano- por lo que el problema consistía en encontrar un buen lugar para gastar las energías y el dinero que se me había proporcionado. Telefoneé a Marcia. Ella siempre contestaba, siempre tenía tiempo y dinero. Y como le escuché una vez decir en el calor de quien sabe cuántas copas que me quería mucho, decidí aprovechar mientras hubiera de ese amor ebrio las facilidades del atajo a sus fortunas. No me sentí un profeta, sino un injusto cuando escuché su felicidad por el teléfono y su confirmación...