Liliana (II y III)

Thursday, December 14, 2006


Liliana (II)

Sinceramente me imagino a Liliana como una chica bastante mona. No lo se bien, pero esto de la vida me ha enseñado que las chicas ricas siempre son guapas, si no al menos tienen esos rasgos nórdicos que tanto me gustan.

Ayer mientras arreglaba las madreselvas miré a todas esas niñas salir a jugar tenis en la cancha trasera. Solo reconocí a Michelle, la niña que me atendió cuando vine a preguntar por el trabajo. Otra era una chica de unos dieciocho años bastante alegre, que imagine que era Liliana por el contenido de la carta y por que era la mayor. La ultima era una chiquilla de unos quince o catorce años que solo se que es la hija de la dueña de la casa.
Estuve unos minutos observando como movían sus raquetas hasta que encontré la mirada de la más pequeña posada sobre mí. Me descubrí con ojos de fisgón, y temiendo que empezara a gritar por verme ahí tan campechano mirándole la falda, emprendí la huida a las madreselvas de nuevo.

****

No había pensado mucho en lo que decía la carta, aquella vez apenas la leí, aunque recordaba que era bastante atrevida no había reflexionado mucho sobre las intenciones de aquella carta. Hoy apenas la releí.
Anteayer cuando terminaba mi jornada a eso de las seis, las chicas desfilaron hacia el coche que las llevaría a una fiesta. Las mire mientras me quitaba los guantes, alcance a sonreír a mi Liliana, esta solo me miro con extrañeza, casi ofendida y asqueada, para luego subirse al coche. La mas pequeña hizo una mueca burlona y desapareció en el vehiculo.
Miré mis ropas y descubrí solo abono y tierra, igual en mi rostro y mis pantalones, el chofer mi miro amenazante y empezó a llover.

****

Cuando leí la carta por segunda vuelta, empecé a divagar sobre palabras e interpretaciones. La gente rica no se enreda con pobres diablos, si acaso les hablan es solo por el mero hecho de que alguien debe arreglar sus jardines, limpiar sus casas y conducir sus coches. No pensé en nada mas, nunca se aparto de mí aquella risa burlona de la niña. Sentí un poco de autocompasión y me detuve un rato para empezar a odiar a los ricos. Queme aquella carta y estuve muy cerca de renunciar. Algo me detuvo.


Liliana (III)

Resultó que mi Liliana se llama carmen, y que la más pequeña se llama Patricia. No hay en efecto ninguna Liliana declarada en aquella casa; ni las mucamas, ni el ama de llaves, ni la maestra de piano ni el mayordomo gay.
Comienzo a creer en una broma de ricos. O en un seudónimo bastante malicioso.

****
Empiezo a incomodarme, casi ofenderme a la vez que recibo una segunda carta. Del mismo remitente que la primera, pero con palabras un poco mas sutiles que su antecesora. Mi redactora no quiere develar su identidad por pena, pero asegura estar profundamente cautivada por mis ojos y mi forma tan apartada de actuar. (¿De que otra forma puede un empleado actuar?)
Mi extrañeza no viene de las palabras melosas empalagosas de la carta, más bien del motivo burlón que presiento en la misma, aunque esto sea solo especulación, prefiero mantener mi distancia y creer lo peor. Quien sea que sea Liliana, siento su mirada sobre mi espalda, sobre mi torso cuando no pongo mucha atención, siento sus ojos mirándome arreglando su jardín, talvez compadeciéndome. Siento su respiración alegre y burguesa empañar una ventana, y unos pasos ensuciar la cerca que tengo que arreglar.

****
La más pequeña se detuvo ayer en mi sitio, al volver de la escuela; quería una docena de rosas para decorar su habitación.
Es una niña de rasgos finos y enorme belleza. Sus ojos claros miraron mi sucio rostro reflejado en su piel blanca, me miro con familiaridad e inocente camaradería, como si no le importara que yo sea solo un jardinero.
Llevaba un corbata roja, una camisa blanca suelta de la cintura, debajo de un chaleco gris con logo de una escuela cara, del mismo color de la falda, de tablones y de tela al parecer muy fina, calcetas casi a las rodillas y zapatos blancos de corte a la moda. Su conjunto era muy especial, el de sus vestidos y su cuerpo, breve y justo, suficiente y esplendido. Se paró muy derecha, con los pies juntos y el pecho tan en alto como los de su estrato, me miro fijo y dijo algo a lo que solo pude concentrarme a percibir lo ultimo; una docena de rosas.
Hubiera dado mi alma en ese instante si esa niña fuera Liliana.